11.10.08

HÁPTICO PICTÓRICO (III): La distorsión espacial. Reflejos, tensiones, focos y recorridos. La experiencia espacial en la Capilla de San Ignacio.


“La perspectiva precede a la planta y a la sección, es prioritaria en la experiencia psíquica de la percepción. La poesía espacial del movimiento por una serie de espacios que van abriéndose es un paralaje animado”[1].

Desde un punto de vista conceptual, se ha interpretado clásicamente que la célebre promenade architectural de Le Corbusier no es sino un gesto cubista que permite superponer a las visiones habituales del espacio una visión interior que las atraviesa en diagonal, ampliando y enriqueciendo la percepción de la casa, el taller o la iglesia. En el caso particular de Sainte Marie en Haute, Ronchamp (1945-1955), sólo la contemplación de la planta muestra una declaración de intenciones: “me he dado cuenta de su reacción inmediata al lugar. Con el primer golpe de lápiz ha diseñado el muro sur. ¡Ahí está!. Trazando un gesto en el aire como una línea curva”[2]. El resultado espacial no es sino la tensión latente entre los muros de trazado curvo y espesor variable que encierran el espacio interior del templo, y que rebotan en el exterior generando en sus superficies cóncavas o convexas diversas áreas de acogimiento y ceremonia que completan la función del edificio. Esta tensión en planta, que lleva a Le Corbusier al extremo de ubicar el acceso principal en posición diagonal respecto al altar mayor, se consolida en sección con la apertura de huecos “con espesor”, y el derrame de los mismos se dirige en múltiples direcciones para reforzar aún más la experiencia cubista.
Como se comprueba en los progresivos bocetos que Le Corbusier elabora para la propuesta, el espacio nunca se concibe como el resultado de cerrar un recinto en sus tres direcciones, sino como la experiencia generada entre diversos objetos (muros como trazos cualificados) que ni siquiera se tocan: los croquis en sección evidencian la separación de la cubierta de los muros, y en los primeros diseños de planta aparecen geometrías cósmicas con cierta autonomía formal pero supeditadas al espacio vacío al que sirven. Como en “La Cocina” de Picasso (1948), se trata de un espacio “hecho de nada (…). Trazó una red de líneas de fuerza que determinaban el espacio”.[3] Steven Holl visitó Ronchamp en 1970 y el impacto de su experiencia está presente en San Ignacio. Como señala Alberto Pérez Gómez, “Claramente, estas botellas de luz conceptuales se derivan de Ronchamp, aunque una vez más la intuición de Holl por la capacidad lírica del material [ya tratado en el punto anterior] cualifica a la obra de un matiz singular”[4]. Sin embargo, y en una observación más profunda, aparecen influencias de la concepción cubista de Ronchamp en muchos otros matices que tienen más que ver con la experiencia espacial de la capilla que con los ya comentados efectos de iluminación indirecta y cualificada. Estos matices podrían resumirse en cinco puntos:
a) El acceso
b) La tensión espacial en el recorrido (la planta)
c) La tensión espacial en el volumen (la sección)
d) La tensión espacial del foco (la desmaterialización física del espacio)
e) La vocación exterior
El primer punto, referido al acceso, supone afrontar el eterno conflicto que en arquitectura genera el fenómeno de “la entrada” al edificio. El problema del acceso a una pieza arquitectónica de tremendo valor escultórico se resuelve en ambos casos con el recurso del “aplastamiento” de la escala. Tanto en el templo de Ronchamp como en San Ignacio los efectos de magnificación del espacio son aquí silenciados en favor de un acto íntimo y silencioso, apurando la altura libre para dramatizar aún más el acto de entrada, efecto seguido casi inmediatamente de una brutal dilatación hacia arriba (Le Corbusier emplea una leve visera de hormigón antes de enfrentarse con la dimensión total del templo; Holl coloca el lucernario más alto y estrecho tras un vestíbulo de discreta altura libre). Ambos suponen la fractura entre dos elementos limitadores del espacio, y se dibujan en los volúmenes como áreas en sombra (la grieta, en Ronchamp vs. el agujero, en Seattle). Y en los dos encontramos el recurso del panel pivotante como muro que se desplaza, en un acto que implica al usuario en la acción de penetrar el espacio sagrado.
Ya en el interior, y como habíamos anunciado, Le Corbusier ubica el altar mayor en diagonal respecto al acceso, si bien éste ocupa el eje central de la nave principal. Holl mantiene la relación acceso-altar y añade dos nuevos recursos de descomposición del espacio claramente pictóricos: para llegar al altar aún hay que sortear el muro que como un telón espeso separa el nártex de la nave principal, y es tras subir por una suave rampa cuando el espectador se ve obligado a girar, rebasa el plano-telón y descubre el espacio sagrado; por otro lado, y en una nueva distorsión espacial, ubica el altar en un punto que no es ni mucho menos el final del recorrido: el eje procesional-compositivo del templo se ha disuelto en diversos ejes multifoco, y sólo uno de ellos se dirige al altar. Veladura y distorsión, ambos recursos habitualmente empleados por Braque o Picasso, sobre todo en las primeras etapas del cubismo sintético.
La tensión espacial en sección se produce por combinación de los procedimientos anteriormente explicados: en el caso de San Ignacio, Stephen Holl lleva al extremo los recursos de descomposición cubista, rasgando unos planos y suspendiendo otros, siempre atento a los efectos de luz indirecta que provocan la disolución completa del espacio “abarcable”. Como Le Corbusier, Holl es atento al efecto de los “huecos con espesor” que permiten la multidireccionalidad de los focos lumínicos y con ello la multiplicidad de eventos espaciales. Dado que en San Ignacio no cuenta con el espesor tectónico que Le Corbusier consigue en el muro sur de Santa María, Holl recurre a la ocultación de la fuente de luz convirtiendo el fenómeno natural en dramático misterio, idea que ya había desarrollado el maestro Suizo en La Tourette y que permite el coloreado de la luz por reflexión en el soporte enfrentado al hueco de entrada. Así, y tomando el relevo al irónico comentario de Giulio Carlo Argan sobre el templo de Ronchamp[5], la “máquina de introducir luz” se convierte en “máquina de redireccionar luz”, y la cualificación de la misma se produce no desde la fuente, sino desde la propia manipulación de su trayectoria. Además, la inversión de las cualidades gravitatorias de la materia (la gran cubierta en panza de ballena despegada de los muros de Santa María flotando sobre una “línea de aire”; las paredes que se repliegan y/o despegan del soporte original como una planta buscando la luz en San Ignacio; la tensión geométrica de las superficies regladas frente al rigor constructivo con el que se materializan) produce una auténtica distorsión de la física del espacio, como se distorsiona un lienzo cuando Braque introduce un elemento ajeno a la naturaleza pictórico-bidimensional de la obra y lo llama collage[6].
Ambos templos tienen una notable vocación de servir al exterior, que si bien en ningún caso se entiende como prolongación del interior sí se convierte en receptor de algunas funciones adicionales de la ceremonia religiosa, que tienen más que ver con lo escenográfico y simbólico que con la pura ortodoxia. En Le Corbusier los cerramientos se deforman para acoger un altar de verano en una suerte de retablo contemporáneo; Holl convierte las botellas-lucernario en símbolo de vigilia cuando éstas devuelven la luz al exterior de donde fue tomada.
Por otro lado, y aunque a primera vista la ubicación de San Ignacio en el campus jesuítico de Seattle carece por completo de una poética propia de aproximación al edificio (Le Corbusier encontró una colina dotada de un poderoso sentimiento cósmico), Holl emplea algunos recursos recuperados de la historia de la arquitectura para hacer del acercamiento al volumen una ceremonia completa: el campanario, que recoge la tradición italiana del campanile (una herencia directa de la etapa de formación de Holl[7]), se convierte aquí en un objeto más de mobiliario sobre el que especular con la forma, manifestando de nuevo y como ya se indicó anteriormente la vocación pictórica de los objetos diseñados por el arquitecto; el banco, en su rotunda linealidad, es el elemento compositivo que dirige a los fieles al acceso principal; y la lámina de agua, elemento que completa la visión de la capilla y a la vez distorsiona los límites de su geometría, supone, tomando prestadas las palabras de Jesús Aparicio, que “el espacio se convierte en plano. También es interesante la esencia de entrar en un plano que se transforma en espacio. Esto también sucede, a la inversa, en el reflejo. Al penetrar en el plano de la sombra de agua, lo vertical y luminoso se trasforma en horizontal y adquiere temporalidad en su recorrido. Así, el todo se transforma en diversidades”[8]. Justo aquello que perseguían los cubistas.

[1] HOLL, Steven: Pre-theoretical ground. En: FRAMPTON, Kenneth y OTROS: Steven Holl. Ed. Artemis. Bourdeaux, 1993 [2] Palabras del canónigo Ledeur citadas por GIL, Paloma: El Templo del siglo XX. Ed. Del Serbal. Barcelona, 1999 [3] Cita de Françoise Gilot, compañera de Picasso, citada por DE SERIO, Maximiliano: Picasso, 1915-1973 (volumen 2). Ed. Unidad Editorial. Madrid, 2005 [4] PEREZ GOMEZ, Alberto. La arquitectura de Steven Holl. Hacia una poética de lo concreto. En: Steven Holl, 1986-2003. Revista El Croquis. Madrid, 2003 [5] ARGAN, Giulio Carlo: Proyecto y Destino. Ed. Universidad de Caracas. Venezuela, 1969 [6] APOLLONIO, Umbro: Braque. Ed. Codex. Buenos Aires, 1964 [7] En la formación de Holl debemos destacar dos hechos: el curso de Proyectos del profesor Herrman Punt (centrado entre otros en la figura de Brunelleschi) y su estancia de 6 meses en Roma. [8] APARICIO GUISADO, Jesús: El Muro. Ed. Librería Argentina CP67. Universidad de Palermo, 2000